jueves, 19 de febrero de 2009

Antonio Machado, a los 70 años de su muerte


Antonio Machado había nacido en 1875 en el palacio de las Dueñas de Sevilla, hijo de un folclorista y administrador del ducado de Alba. Estudió Filosofía y Letras y obtuvo una cátedra de francés, que ejerció en Baeza, Segovia y Soria.
Junto con Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Azorín y Ramiro de Maeztu, Antonio Machado formaría parte de la Generación del 98, troquelada por una intensa sensibilidad hacia los males de la patria derivados de la pérdida del imperio español.


Poeta y prosista español, probablemente sea el poeta de su época que más se lee todavía. En 1893 publicó sus primeros escritos en prosa, mientras que sus primeros poemas aparecieron en 1901. Viajó a París en 1899, ciudad que volvió a visitar en 1902, año en el que conoció a Rubén Darío, del que será gran amigo durante toda su vida. En Madrid, por esas mismas fechas conoció a Unamuno, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez y otros destacados escritores con los que mantuvo una estrecha amistad. Fue catedrático de Francés, y se casó con Leonor Izquierdo, que morirá en 1912. En 1927 fue elegido miembro de la Real Academia Española de la lengua.
Durante los años veinte y treinta escribió teatro en compañía de su hermano, también poeta, Manuel, estrenando varias obras entre las que destacan La Lola se va a los puertos, de 1929, y La duquesa de Benamejí, de 1931. Cuando estalló la Guerra Civil española estaba en Madrid. Posteriormente se trasladó a Valencia, y Barcelona.


Comprometido en la defensa de la legalidad republicana, al concluir la Guerra Civil, Antonio Machado Ruiz cruzó a pie la frontera hispano-francesa en dirección al exilio junto con su madre Ana Ruiz, su hermano José y su cuñada Matea Monedero el 29 de enero de 1939. El escritor Corpus Barga, también oficial militar republicano, les facilitaría alojarse en el hotel Quintana de la localidad francesa de Colliure. Allí fallecería Antonio Machado el 22 de febrero de aquel año de una neumonía y, cuatro días después, moriría su anciana madre.



Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—;
mas recibí la flecha que me asignò Cupido
y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñò el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansiòn que habitò,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje
y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.